20 de junio de 2009

Fallece Vicente Ferrer, el amigo de los parias

La muerte de Vicente Ferrer deja huérfanos a millones de desfavorecidos en India Su proyecto pionero de desarrollo ha ayudado a las castas más bajas durante 40 años
GERARDO ELORRIAGA/ la Verdad
Vicente Ferrer recuerda en un libro que, hace doce años, en medio de una grave crisis cardiaca, él era el único al que no le importaba su muerte. Incluso que, cuando las máquinas empezaron a pitar y los médicos correteaban a su alrededor, experimentó una maravillosa sensación ligada con el disfrute de una paz desconocida. Pero sobrevivió. «Es verdad que me quiero morir, lo que pasa es que ahora no tengo tiempo, hay demasiado trabajo».
Tras superar una embolia la pasada Navidad, el ex jesuita catalán falleció ayer a la madrugada a los 89 años, aún con muchas tareas pendientes, pero con un gran bagaje en el ámbito de la cooperación al desarrollo. El próximo lunes será enterrado en Bathalapalli, la población que acoge el hospital más grande creado por su fundación. Reposará en el corazón del distrito de Anantapur, al sur de la India, allí donde ha trabajado durante los últimos cuarenta años, siempre a favor de los más débiles, los 'dalit', la base del sistema de castas de aquel país.
En 2005 regresó a España por última vez y visitó Bilbao, donde se reunió con cientos de los casi 6.500 padrinos vascos que apoyan su misión en Asia. Previamente, había concedido una entrevista donde expuso su pensamiento, siempre ligado a Dios y a la entrega a los demás. Enjuto, sumamente pálido, la frágil apariencia de Ferrer contrastaba con la intensidad de su mirada y la contundencia de sus respuestas, meditadas e intercaladas por largos y enigmáticos silencios.
Transmitía una manera de ver el mundo que destilaba ascetismo y una inquebrantable confianza en la labor acometida, aunque hablaba de un recorrido jalonado por «etapas de clarividencia y oscuridad». Desarrollaba un discurso que parecía destilar cierta filosofía oriental por su confianza ciega en el destino. «Yo he hecho un pacto con la Providencia y nunca me ha fallado».
A pesar de su inequívoca apariencia europea, Vicente Ferrer había adoptado como su patria a la India, donde llevaba medio siglo viviendo. Nacido en Barcelona en 1920, su contacto con el subcontinente se remonta a 1952, poco después de que obtuviera la independencia, cuando fue enviado por la Compañía de Jesús para predicar la fe católica. Aquel sacerdote misionero pronto antepuso las necesidades materiales de los nativos a sus propósitos espirituales e impulsó proyectos agrarios en el estado de Maharashtra.
Su éxito le concitó la animosidad de los nacionalistas y fundamentalistas hindúes, siempre susceptibles al proselitismo cristiano y a la difusión de cualquier propuesta que agitara a las masas desposeídas. Pero ganó el apoyo de grupos variopintos, desde sectores progresistas a otros conservadores. La Administración optó por su expulsión y tal decisión acabó polarizando a la sociedad local, dividida entre partidarios y detractores.
«Espera un milagro»
Ferrer reconoció sentirse acorralado. «No soy ningún héroe», confesaba en sus memorias. «En realidad me dejaba llevar. Todo lo hacían los demás, lo que me atacaban y los que me defendían». Al final, la intercesión de la primera ministra Indira Gandhi dio lugar a una salomónica medida: su salida sería temporal. Aquel periodo le sirvió para sentar los presupuestos de su futura institución con la creación en España de Acción Fraterna, una entidad solidaria con la que financiar un ambicioso proyecto de desarrollo integral.
Pero el regreso no fue sencillo. Para evitar nuevas polémicas, todos los Estados rechazaron acogerlo. Tan sólo el gobierno de Andra Pradesh se avino a alojar su proyecto, y, según cuenta, eligió el distrito de Anantapur porque un periodista lo señaló en un mapa asegurando que era el más pobre, acosado por la falta de recursos naturales, un clima extremo y la imparable desertización.
El cooperante rememoraba sus primeros contactos con los nativos como una experiencia dura. «Vi una nación humana que oficialmente no existía, seres cerca de lo elemental», señala. Se refiere a los intocables, los que se hallan en el estrato más bajo de la compleja sociedad estanca india. Su primera labor fue habilitar la primera sede de su organización. «Un caserón en el que había un misterioso cartel con un mensaje que decía 'Espera un milagro' sugiriendo futuro. ¡A buen entendedor, pocas palabras bastan», recordaba con una sonrisa.
El muchacho militante del revolucionario POUM, el combatiente en el Frente del Ebro y el misionero regular dejaban paso a la definitiva identidad. Vicente Ferrer se convertiría en el paradigma del cooperante con una estrategia pionera, sumamente ambiciosa, que incluía actuar en las áreas de educación, vivienda, mujer, sanidad, ecología y el ámbito de la discapacidad.
Apadrinamiento
El proyecto pronto exigió una autonomía que no parecía compatible con su subordinación a la orden jesuítica, que le demandaba un perfil bajo cuando su proyección pública no dejaba de aumentar. «Si me separo es para entregarme a mi obra en cuerpo y alma, sin limitaciones ni cortapisas», escribía y alegaba que «ante el destino, la vida y la salud de miles y miles de seres, no puedo dudarlo».
Su salida, producida en 1970, dejó un regusto amargo en la Compañía, especialmente entre aquellos que habían realizado tareas similares y, posiblemente, se sentían minusvalorados por su reconocimiento. Ese mismo año contraería matrimonio con la periodista inglesa Anne Perry, su mano derecha.
El Consorcio para el Desarrollo Rural (RDT) constituyó el germen de la nueva empresa y a su cargo se realizaron las primeras acciones, como la apertura de pozos o la construcción de escuelas y hospitales. Durante los primeros años, la financiación siempre fue precaria, dependiente de ayudas que, a veces, evitaron su fracaso.
El modelo de apadrinamiento, difundido por los medios de comunicación, lo dotó de cierta estabilidad en la captación de ingresos y fortaleció los vínculos entre donantes y beneficiarios. Además, en los últimos treinta años, la exposición mediática, favorecida por sus visitas a España, acrecentó su figura e impulsó la adhesión de miembros. La puesta en marcha de la fundación en 1994 homologó el proyecto con las nuevas entidades de la cooperación al desarrollo y generó una importante red de apoyo en España. Llovieron los reconocimientos. Entre los más importantes, el Príncipe de Asturias de la Concordia en 1998 y la Cruz de San Jordi de la Generalitat de Catalunya un año más tarde.
Interpelado sobre la razón del éxito partiendo de la nada y buscando elevar el nivel de vida de miles de personas en las condiciones más precarias, Ferrer no exponía fórmulas complejas sino que apelaba al trabajo, la acción, a plantear objetivos concretos y aspirar a satisfacerlos. ¿Y el riesgo? «¿Y hacer menos?», respondía. «¿Procurar ser tan prudentes que no lleguemos a lo que pretendemos?».

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